Mientras constaba la cantidad de gente que disfrutaba, profunda y sinceramente, de tantas actividades que se presentaron durante el Festival Japonés (日本祭), mucho traté de imaginar las circunstancias en las que Rafael Héctor Elizalde y Kikujiro Ishii firmaron el documento que marcó el inicio de las relaciones diplomáticas entre Ecuador y Japón.

Los dos embajadores de sus países acreditados al gobierno de Estados Unidos, habrán vestido frak y sombrero de copa, habrán estado sentados en un suntuso salón y habrán resulteo el inglés los términos de las bases sobre las que se asientan las relaciones entrelos gobiernos de los dos países.

Y pensaba, además, lo lejos que estaba esa ceremonia del festival que conmemoró los 100 años de la firma un tratado cuyo objetivo fue la promover, inicialmente, el comercio, la navegación y la amistad nipon-ecuatoriana.

El 26 de agosto de 1918 se habrá cerrado la negociación con dos firmas y un brindis con champán mientras los pueblos a los que representaban no soñaban siquiera con que un día los dos pueblos protagonizaran un encuentro lleno de amistad, vitalidad, entendimiento y promesas de futuro.

Lo que sucedió en el Centro de Exposiciones Quito fue una explosición de luces, como fuegos artificiales en los que no se escatimó ni el color ni el ruido ni la manera como iluminaron este futuro de amistad.

Se confundieron, con ánimo natural y desenfadado, empresarios, dipomáticos, voluntarios y residentes japonéses, con un buen número de ecuatorianos que fueron por curiosidad y una cantidad enorme de quienes querían integrar más la cultura japonesa en el diario vivir ecuatoriano.

Alguien me escribió un mensaje al celular que dice: "¿Como puedo formar parte de la cultura de Japón"? Inicialmente, la pregunta me puso en el aprieto natural de los temas cuya resolución es compleja. Pero después entendí que quería, siemplemente, acortar distancias, lograr que el Pacífico sea menos extenso.

De alguna extraña manera, la energía que despidió el Festival Japonés logró que ese enorme océano se achicara mucho, lo suficiente para provocar un estrechón de manos tan fuerte que será virtualmente imposible separar.