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La fiesta del fútbol, Japón y mi descubrimiento

Por Mady García

Les guste o no este deporte, el Campeonato Mundial de Fútbol es una fiesta; una fiesta para relacionarse, para unirse. De hecho, uno de los momentos en que Ecuador y Japón estuvieron más cerca que nunca fue, justamente, durante el Mundial Japón-Corea del Sur 2002.

Todo el Ecuador estuvo pendiente de lo que pasaba allá y muchos japoneses apoyaron y trabajaron para que la selección ecuatoriana se sintiera cómoda, bien alimentada y relajada, para que nada afectara a su concentración y a su desenvolvimiento en los partidos.

Tuve la oportunidad de vivir esta fiesta de cerca, de ser parte del comité de estadía del equipo ecuatoriano, de sentir la felicidad, los nervios y la emoción de todos los ecuatorianos por ser nuestra primera participación en la Copa Mundial y, aunque no sea fanática del fútbol, esta experiencia se convirtió en una de las más significativas de mi vida.

 

En abril de 2002 yo tenía 21 años y estaba pasando por una crisis existencial, porque aún no descubría lo que me apasionaba. Renuncié a mi trabajo en la Aduana del Ecuador y gasté mis ahorros en un pasaje de avión rumbo a Tokio.

Era la primera vez que me alejaba tanto de mi entorno; allí, sola, mientras mi avión surcaba el cielo, varias veces me invadió el miedo, pero las ganas de aventura, las expectativas de conocer y de vivir experiencias nuevas, enterraban todo sentimiento negativo a los pocos minutos.

De aquí llevaba ilusiones, una maleta de productos ecuatorianos y un cartón de camisetas de la selección de fútbol que, como encargo, me habían hecho los miembros del comité.

Al llegar a Tottori –una ciudad pequeña que recibió a la selección ecuatoriana y que es la capital de la provincia menos poblada de Japón- respiré un aire distinto. Siempre he tenido muy desarrollado el paladar y el olfato y, no sé si les pasa, pero yo identifico a las ciudades por su olor característico: para mí, Tottori huele a mar y a montaña; y, al poco tiempo, empezó a oler a casa, a amigos, a familia.

Yo llegué un mes antes que la selección, fui la primera ecuatoriana en el lugar. El comité había armado un pequeño stand con cosas ecuatorianas para los curiosos visitantes locales: nadie sabía nada sobre Ecuador.

Por su puesto, muchos habían oído hablar de Galápagos, pero no sabían ni dónde quedaba, nos tocó instalar un mapa y señalarnos. Además, los japoneses se sorprendieron porque soy blanquita y me decían que parecía europea, ¡claro, los únicos ecuatorianos que habían visto en video, hasta ese entonces, eran los chicos seleccionados!

Diariamente venían personas a conocer de cerca a la ecuatoriana, a tomarse fotos, a hacerse amigos; venían también de periódicos a entrevistarme. Empecé a aparecer en programas de televisión como invitada para mostrar nuestra cultura y nuestra comida, ya que para los japoneses la comida es muy importante. Así fue como descubrí mi gusto por la cocina.

Hasta ese momento, solo había preparado lo poco que mi madre me enseñó: apenas cuatro platos –porque ella odia cocinar-, pero esos cuatro platos los ha hecho tantas veces y con tanto cariño, que son maravillosamente deliciosos. ¡Oh, Dios, solo espero algún día poder preparar el seco de pollo a su nivel!

Ahí en Tottori tenía a la mano un computador y el internet, así que empecé a buscar recetas y, por supuesto, a practicarlas. Me pasaba horas recorriendo supermercados en busca de los ingredientes: no había yuca, ni achiote, ni cilantro, ni plátano verde; las bananas costaban un dólar cada una y ni hablar del tomate de árbol para hacer un ajicito, que ni siquiera lo conocen por allá.

Sin embargo, todo esto no fue limitante: al cilantro, lo encontré; reemplacé el achiote por páprika –solo para darle color, porque el sabor es distinto-; la Corporación Noboa nos mandó cajas y cajas de plátano verde y así empecé a hacer lo que podía.

El chef del hotel, donde se hospedaría la selección ecuatoriana, estaba muy preocupado, le aterraba la idea de que a los chicos no les gustara la comida local, que no comieran bien y que esto disminuyera su rendimiento físico: ¡los japoneses piensan en todo; pero, sobre todo, piensan en los demás!

Me invitaron a la cocina del hotel, nunca había entrado a un lugar así. De repente, yo sin saber nada, estaba allí enseñándole cocina ecuatoriana a un chef japonés, ¡fue una experiencia maravillosa y el inicio de mi curiosidad por la gastronomía, en especial la japonesa!

Empezamos por los patacones –ya que teníamos tanto verde-, porque son muy fáciles de preparar y a nosotros, los ecuatorianos, nos enloquecen, además de las cualidades nutritivas que aportan a un deportista.

Hicimos  también –entre otros platos- ceviche de camarones, caldo de bolas de verde y seco de pollo, este último les encantó a los japoneses así que, después, tuve un sinnúmero de invitaciones para prepararlo en casas de amigos, en programas de TV y hasta en un aula de clases de cocina, ¡uf, me hice toda una experta! Aunque no era como el de mi madre, me salió bastante bien.

Durante su estadía en Japón, los jugadores ecuatorianos se sentían como en un sueño. Era su primera participación en el mundial y estaban nerviosos, pero felices; disfrutaban de cada instante, de cada pequeño detalle, de cada experiencia que Japón les brindaba, sonreían y jugaban todo el tiempo, como niños. El hotel  era un hermoso spa gigantesco en la montaña, con canchas de golf y sus propias aguas termales.

Mientras tanto, la ciudad anfitriona adornó sus calles con pequeñas banderas ecuatorianas. Todo Tottori se convirtió en fan de nuestra selección, la hizo suya, sufrió cada gol que nos anotaron y celebró el que le metimos a Croacia: ¡definitivamente, esto era una fiesta! ¡Una fiesta entre ecuatorianos y japoneses, unidos por el fútbol!

Estoy segura de que esta experiencia marcó la vida de todos los que participamos y yo quedé enamorada de Japón: de su gente, de su comida, de su cultura, de su idioma; tanto que, cuando regresé a Ecuador, no veía la hora de volver a mi nuevo hogar, Tottori.

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