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Noguchi

Por Edgar Alan García

(Esta obra literaria recibió un premio del Yomiuri Shimbun)

     I
   Las campanas del templo se detienen
   Mas el sonido continúa
   Emergiendo de las flores.

   Matsuo Basho
 
 
Ahora está ahí, parado en medio de la niebla, sin saber a dónde ir. El camino se ha terminado y en medio de ese paraje desconocido no hay más que un océano de nieve y bruma. Lo único que rompe la monotonía del blanco es un ciprés desnudo que se levanta frente a él con los brazos abiertos, como si quisiera abrazarlo o detenerlo o estrangularlo. Un segundo antes creyó sentir una mano tibia sobre su frente, pero cuando quiso asirla con su mano derecha, desapareció en el aire. No se alarma, está acostumbrado a tentar los límites del misterio en la soledad de su laboratorio. Imágenes van y vienen: rollo de película que salta de una escena a otra: rostros superpuestos; un tubo de ensayo donde se agita un líquido espeso y sanguíneo; los colmillos supurantes de una cascabel; la alegría de los cerezos en flor tras la ventana sucia de un tren en marcha; una lágrima bajando por el rostro cuarteado de su madre, encogida sobre el viejo catre; el cono del monte Fuji reverberando bajo un cielo que va del lila al azafrán y al cárdeno, antes de sumergirse en la noche profunda; las aguas del lago Inawashiro agitadas por el viento helado y, al fondo, en la oscuridad, sombras entre la sombra, los peces koi cavilando en su universo de silencios. También le llega la voz cascada de su madre ¡Seisaku!, ¡Seisaku!, ¡Cuidado con el fuego, Seisaku!, ¿Madre? Hilachas de luz deshaciéndose en ecos, mientras en el patio de la escuela un coro siniestro grazna ¡manco!, ¡manco! ¡Manco, no! ¡En Ryuu Ken!, ¿me escuchan?, ¡Puño de Dragón en Llamas!, y a lo lejos el temblor de su propia voz, repitiendo: kowaiyo... kowaiyo... tengo miedo... tengo miedo... ¿Qué está esperando ahí?, ¿un milagro? No lo sabe. Solo aguarda que la niebla se despeje para decidir a dónde ir. ¿Has escuchado los chillidos de una rama seca abrasada por las llamas, Mary? Su esposa asiente y sonríe con tristeza. Así era yo. Ahora no. Ahora yo soy el fuego, chakusai. ¡El fuego! Mira, nada ni nadie me detiene. Soy una llamarada de ideas, de búsquedas, de sueños. Mi cuerpo arde sin consumirse, Mary, al igual que mi corazón de isha, de sakura, de washi. Otra vez la mano sobre su frente y un rostro blanco con un par de ojos marinos bajo un breve mechón rubio. ¿Cómo te sientes? Es el doctor William Young, su querido colega. Escucha que habla con voz pausada. ¿Por qué, William? No le salen las palabras, pero de hacerlo, quisiera explicarle que se siente muy bien, que en apenas un momento, cuando la densa niebla por fin se despeje, empezará a caminar por el sendero por el que deambulaba hasta hace solo un instante y entonces llegará a donde acaso tenía que ir desde el principio, pero no lo sabía. Ya no me llamaré nunca más Seisaku, madre, desde ahora seré Hideyo, Sabio del Mundo. Hideyo Noguchi. Su madre asiente. Su hermana Onui asiente. Karasu, el viejo cuervo que se había posado sobre el techo de paja, huye asustado. Ahora mira de nuevo a su colega que lo está observando con un signo de interrogación en los ojos. Le gustaría explicarle a William que no se preocupe por él, que por ahora se quedará ahí, acostado o de pie, no lo sabe aún, pero ahí, en medio de ninguna parte, porque tiene muchas cosas que contarle al viejo profesor Kobayashi. Y al doctor Watanabe. Y al entrañable Saburo. Y a su madre. Decirles, por ejemplo, que pese a las adversidades, alimañas venenosas que acechan tras cada piedra a los exploradores, se mantuvo fiel a su decisión de aliviar el sufrimiento de la humanidad, y aun en las tinieblas más profundas, siguió el rastro de luz que dejaron sus palabras de aliento. Que iba a dar lo mejor de mí, les dije, Gambarimasu, les dije, y así ha sido. Ahora el rostro anguloso de una mujer se acerca y lo examina preocupada. ¿Quién es? Se parece tanto a una enfermera que conoció en África. ¿Cuándo estuvo ahí? ¿Cuándo fue que regresó de Ghana? Ya no lo recuerda. ¿O acaso sigue en Accra? Alguien susurra: le ha bajado un poco la fiebre, pero está cada vez peor. ¿La fiebre? No, no es fiebre, lo que sucede es que soy un Hikawa, un Río de Fuego. ¡Eso soy!
 
 
     II
   No puedo decir que he estado
   Sentado aquí por mucho tiempo.
   El oscuro musgo se ha llevado mi huella.

   Gensei
 
 
Su cráneo fosforece. Las imágenes se tornan vívidas y evoca, sin mover los labios, un nombre que le trae sentimientos intensos: Guayaquil. ¿Dónde queda, exactamente?, preguntó la primera vez que leyó ese nombre en el informe médico de la International Health Board. Desde la ventana del vigésimo quinto piso del Instituto Rockefeller, Sudamérica aún se veía como una enorme interrogación sin respuesta posible. El informe de la primera misión enviada por el Instituto, al mando del general Gorgas y de los doctores Guiteras y Cartter, hablaban de manera pormenorizada de las consecuencias de la temida Fiebre Amarilla en Guayaquil: la artera enfermedad había llegado en 1740 y había tenido un rebrote mortífero en 1842. En 1910 había contagiado a 272 y habían muerto 155, lo que representaba un 56% de mortalidad. ¡Kuwabara!, ¡altísimo!, dijo mordiendo el puro. Esa era la oportunidad que estaba esperando: le acababan de comunicar que era parte de la misión de la Fundación Rockefeller que bajo la dirección del doctor Arturo J. Kendall, iría a Guayaquil a estudiar y combatir el nuevo brote epidémico. Él estaría a cargo de los estudios bacteriológicos, Elliot de los clínicos y Redembaugh de los trabajos metabólicos. Kendall y Lofredo del saneamiento de la ciudad. A ellos se sumarían varios distinguidos doctores ecuatorianos, así como las autoridades de salud y las fuerzas armadas. El “vómito prieto” se acababa de llevar a Jessie Goding, la esposa del cónsul norteamericano en Guayaquil, y las autoridades temían lo peor. Si hasta entonces estaba prohibida la entrada de japoneses al Ecuador, ahora una barrera tan absurda como injusta se derrumbaría a sus pies y él entraría, como tantas otras veces, por la puerta grande. Voy en busca del Tesoro de la Montaña, voy en busca de anhelada Horaisan, exclamó ufano, y de inmediato encendió otro puro. A poco de haber llegado a Guayaquil, comprendió que aquella ciudad era el producto del coraje y la tenacidad, dos palabras que para él estuvieron asociadas desde siempre. Sintió que como él, esa ciudad había sobrevivido a sucesivos incendios, y se había levantado aun más espléndida y briosa que antes, desde el mismo vientre de las llamas: ¡honou no fukkatsu!. Y que como a ella, la terrible quemadura no había logrado mermarlo del todo y, por el contrario, le había hecho buscar otras formas de hallar su propia utopía. Una noche sintió que ya había empezado a amar esa ciudad caliente, bulliciosa, indomable como su corazón. Pero ese amor no fue a primera vista sino que llegó después, cuando fue descubriendo, de boca de los doctores León Becerra, Leopoldo Izquieta Pérez y de otros más, la historia subterránea de la ciudad. La primera impresión fue diferente: la barcaza a cuatro remos que lo llevó desde la escalerilla del barco de vapor hasta el muelle fiscal, se bamboleaba sobre la grupa oscura e impetuosa de un río que según había leído, se llamaba Guayas. Lo primero que vio de cerca fue una hilera de los vagones del Ferrocarril de la Aduana que se movían a lo largo del Malecón sobre dos arterias de metal. De inmediato, los rostros amables de los doctores Arturo Kendall y Mario Lofredo, entre otros de la comisión de recibimiento. Una mano se alargó para ayudarlo a desembarcar pero él prefirió salir de la barcaza por sí solo. Recuerda que eran las diez de la mañana del 15 de julio de 1918 y que el calor y la humedad aun eran soportables. Estaba preparado: traje de paño blanco, camisa de hilo, sombrero de paja y polainas negras. Había llegado para triunfar en su propósito y no dejaría que nada lo detuviera, mucho menos el calor. Una vez instalado el laboratorio del Hospital de Fiebre Amarilla, se entregó por entero a estudiar el monstruo que tenía delante. Sabino, un cholo robusto e incansable lo ayudó con los pequeños detalles del acondicionamiento. En pocas horas, ya estaba rodeado de un bullicioso zoológico de cuyes, monos, marmotas, ratones, perros y gatos que servirían para los experimentos. Recuerda la visita que el primer día le hizo el director del hospital, el doctor Wenceslao Pareja. En fluido inglés le dio la bienvenida y se puso a su entera disposición for what ever you like, my dear doctor. Inclinando la cabeza, le agradeció en japonés: domo arigato, y de inmediato agregó “muchas gracias”, en perfecto español. Ahora no solo sabía japonés, inglés, alemán y danés, sino también español. Le contó que había empezado a estudiarlo cuando en Nueva York enfermó de tifus por comer ostras crudas y que las últimas prácticas las había hecho en voz alta en su camarote, ya rumbo al Ecuador. El doctor Pareja se emocionó con su talante decidido, como se lo confesó más tarde. En el transcurso de los días siguientes se dio cuenta de que la amabilidad de los que le rodeaban era constante y las esperanzas en su trabajo, muy grandes. Recuerda que todo a su alrededor tenía un carácter febril, perentorio, apasionado. Cada minuto contaba en la batalla contra la muerte. Mientras ellos trabajaban, en las salas vecinas había gente que agonizaba sin remedio. No se trataba del famoso Time is money, de los americanos sino de un amoroso Time is life, que él había acuñado para sí, desde cuando estuvo en el Colegio Dental Takayama. Los animales eran inoculados todos los días con cultivos que él mismo trataba y, en muy poco tiempo, logró en varios de ellos un cuadro clínico idéntico al de la Fiebre Amarilla. Además, infectó a los animales con mosquitos que previamente habían picado a los enfermos. A todo ello, le seguían las minuciosas autopsias de los animales inoculados y la transcripción de los informes diarios. En una ocasión abrió un enorme cocodrilo que apareció muerto en el estero, para estudiar sus vísceras a fondo. Con su infaltable habano, se lo veía día y noche sumergido en el laboratorio, analizando muestras de sangre, realizando anotaciones, comparando estudios, probando cultivos, investigando los hábitos del mosquito Aedes y atento a cualquier cambio en los animales infectados. El doctor Noguchi no duerme nunca, se enteró que era la novedad en el Hospital. Sonrió complacido. Años antes le había dicho a su amigo Kiohiro Yoshira, cuando aún estudiaba en la clínica Kaiyo: si Napoleón necesitaba cuatro horas de sueño, yo necesito solo tres. Tan absorto estaba en su trabajo que le pasó inadvertido el incendio que destruyó el Colegio Rocafuerte. Pero un día sucedió algo que lo hizo saltar de su asiento: la clave se la acababa de dar una india de solo 18 años llamada Asunción Arias: aunque murió poco después devorada por la Fiebre Amarilla, el cultivo de su sangre infectada lo puso en camino de lo que, estaba seguro, sería el descubrimiento médico del siglo. Era, lo recuerda bien, el 24 de julio de 1918. ¿Cómo olvidarlo? El día había amanecido con una fuerte brisa que se colaba a borbotones por las ventanas y mezclaba el aroma del cacao con las emanaciones que venían del manglar. Se dirigió a la oficina del doctor Pareja, con la vacuna elaborada sobre la base de cultivos muertos de Leptospira. Quería que él fuera el primero en saberlo. Le presentó en un tubo de ensayo a la que desde entonces sería bautizada como Leptospira icteroides, y le dijo emocionado: está usted ante la espiroqueta causante de la epidemia. El ambiente se electrizó de inmediato. Los miembros de la misión fueron convocados de inmediato y, llenos de asombro, aplaudieron largamente en la pequeña dirección del hospital. Hay que experimentar con la vacuna para probar su efectividad en seres humanos, dijo de inmediato, volviendo a su indomable rigor científico. No recuerda a quién se le ocurrió la idea, pero se trasladó esa misma tarde a Quito por vía férrea. Durante el largo trayecto, bajo los cielos añil del verano, admiró con sorpresa el parecido del volcán Cotopaxi con el monte Fuji al que tanto añoraba. En la estación de Chimbacalle fue recibido por médicos y miembros del ejército, con órdenes del presidente Alfredo Baquerizo Moreno de asistirlo en todo lo necesario. No había un minuto que perder. Inmunizó a 22 soldados que estaban por viajar a Guayaquil. Poco después, 7 de los 22 morían en el puerto. No era momento de dejarse abatir: aumentó la dosis de linfa y practicó una segunda vacunación luego de 5 y 7 días de realizar la primera. Al mismo tiempo, las brigadas revisaban en toda la ciudad los tanques, cisternas y pozos, así como las aguas estancadas, para limpiar los criaderos de larvas del mosquito Aedes. Muy pronto el monstruo que habían llegado a combatir estaba en retirada y él, Hideyo Noguchi, aparecía sonriente en las primeras páginas de los diarios nacionales e internacionales. A sus 41 años de edad, había descubierto en apenas 9 días de trabajo intenso, la vacuna contra la Fiebre Amarilla. Más de un investigador se sintió abochornado por su vacuna. ¡Nueve días, apenas! Ni él mismo lo podía creer. Sus trabajos anteriores con la Leptospira habían ayudado, sin duda. No podía sospechar que seis años más tarde, durante la Conferencia de Kingston, Jamaica, sería cuestionado: se empezaba a dudar de que aquella fuera la vacuna anhelada. Tres años después de la Conferencia, pese a sus esfuerzos por defender su descubrimiento, fueron confirmadas las sospechas: había confundido la enfermedad de Weil con la Fiebre Amarilla,  una equivocación fácil de cometer dada la gran similitud de ambas durante la epidemia. Fue entonces cuando se trasladó a África, acosada por una terrible epidemia Fiebre Amarilla, para tratar de demostrar que no se había equivocado y que si era así, descubriría la forma de remediarlo. Lo hizo pese a su diabetes y a sus problemas de corazón y a las súplicas de Mary para que desistiera. En este viaje, le dijo, no solo se está jugando mi prestigio como investigador. Si tenía que entregar su propia vida, lo haría. Esa era una decisión que a fin de cuentas había tomado mucho tiempo antes. La humanidad estaba en primer lugar. El dolor tenía que desaparecer del planeta. La muerte debía ser vencida. Pero eso fue después: durante los días luminosos de 1918, disfrutaba a plenitud del éxito que había logrado. Fue entonces cuando en verdad empezó a recorrer y conocer ese Guayaquil que lo había acogido con tanto cariño. De la mano de guías que se disputaban su compañía, se enteró de los detalles del último gran incendio y de qué forma la ciudad había vuelto a florecer con una rapidez asombrosa: la prueba estaba ahí, en sus calles y plazas con largas hileras de ficus y palmeras por donde, según supo, paseaba de tarde en tarde un gran poeta, un muchacho de apenas 20 años llamado Medardo Angel Silva. Pocos meses después, se enteraría con pesar de su muerte prematura. Él era un hombre de ciencia, pero le habían enseñado desde pequeño a amar los iluminados haikú de Matsuo Basho, sin duda el mayor poeta del Japón. Las casas señoriales que se levantaban en la Calle de la Municipalidad, la Calle del Correo, el Boulevard o el Malecón, con sus venecianas, aleros, canecillos y amplios portales, estaban construidas con maderas resistentes que, según le indicaron, tenían nombres singulares como amarillo, moral, guayabo, caña fístula. Le dijeron que estaban hechas para soportar impertérritas los vientos cortantes de Chanduy, las resolanas del trópico y los intensos aguaceros que llegaban rugiendo desde Chongón, menos los insaciables incendios para los que parecía no haber vacuna posible. Se encantó con el paso de los Imperiales, pequeños carros de dos pisos presididos por una mula, y de las Góndolas, carros descapotados tirados por dos mulas. ¡Cuán lejos estaba de la modernísima Nueva York! Una noche recibió un multitudinario homenaje en el Teatro Olmedo. Otra asistió como invitado de honor al exclusivo Club Metropolitano. Al día siguiente, en compañía de otros miembros de la Fundación Rockefeller, visitó el recién estrenado American Park. La mañana del 7 de octubre presentó sus respetos al periodista Manuel J. Calle en la capilla ardiente levantada en su honor en la Biblioteca Municipal. El 9 de octubre estuvo entre las personalidades que asistieron a la inauguración de la Columna de los Próceres. Ese mismo día leyó en los titulares de El Telégrafo que el final de la primera guerra mundial se acercaba y sintió un enorme alivio pese al derrumbe de esa Alemania en la que había realizado estudios de inmunología junto al doctor Demark. El presidente Baquerizo Moreno lo invitó y, una vez en Quito, fue recibido por una comisión de alto nivel e instalado en la habitación principal del hotel de don Eloy Narváez, en la carrera Guayaquil. Inolvidable: la noche del jueves 17 de octubre, durante un banquete de honor al que asistieron "las más altas autoridades eclesiásticas, militares y civiles", según rezaba la invitación, el presidente de la República lo nombró Cirujano de Honor y Coronel Honorario de las Fuerzas Armadas Ecuatorianas. Ahora siente que el cuerpo le arde y la respiración se torna dificultosa, pero aún recuerda con claridad el día en que partió de Guayaquil: junto a la comitiva caminó los últimos metros que lo separaban del puerto. Miró el reloj público que sobresalía del techo del mercado de la orilla, los sacos de cacao apilados a lo largo del Malecón, las barcazas que cabeceaban junto al puerto. Su ánimo oscilaba entre el abatimiento y la alegría. Esa ciudad estaba ya en su sangre. A última hora, sus ojos se empañaron ante la multitud que agitaba sus pañuelos blancos en el puerto, mientras la embarcación se alejaba rumbo al vapor que se lo llevaría para siempre. Gua ya quil, trata de decir con los labios resecos y partidos, pero una voz de mujer lo calma: ya, ya... no se agite, por favor. Alguien le seca el sudor y, de pronto, cae la noche.
 
     III
   Este camino
   Nadie lo recorre
   Salvo el crepúsculo

   Matsuo Basho
 
 
¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que vio esa sombra encorvada cruzando frente a él?, ¿un día?, ¿un año?, ¿unos segundos? Escucha a una enfermera comentar en voz baja que él ha vomitado sangre varias veces. Mira cómo le tiemblan las manos, agrega otra. Conoce bien el macabro itinerario de la Fiebre Amarilla. El silencio es ahora más profundo que antes. Ya casi no siente el cuerpo y la niebla se ha desvanecido, pero en su lugar se ha instalado a sus anchas esa oscuridad impenetrable, solo alterada por súbitas ráfagas de luz. Se siente como los peces koi que vio en el fondo del lago Inawashiro cuando volvió triunfal a su pueblo. Recuerda que en medio de la fiesta oficial, se sentó en la orilla a contemplar cómo nadaban imperturbables, indiferentes al demencial ajetreo de los humanos en la superficie. Acaso debido a esa fascinación por los koi, siempre se sintió atraído por la paz interior de los contados monjes zen que pasaban junto a su pueblo, pero su espíritu Samurai lo llamaba a la batalla. Tenía que subir a la montaña más alta con todas sus limitaciones a cuestas: la extrema pobreza de su familia, la mano izquierda quemada, el padre alcohólico, la lejanía de su pueblo, los avatares bélicos de su país, el ser un gaijin, un extranjero japonés en una Norteamérica blanca y puritana... He cumplido, dice, o cree decir, mientras se hunde cada vez más en el oscuro lago. Nadie parece recordar mi extenso trabajo sobre la acción de las serpientes venenosas en los animales de sangre fría, ni las modificaciones que efectué a la reacción de Wasserman, ni mis cultivos de spirochoeta pallida que aclararon algunos problemas relacionados con la sífilis, ni mis investigaciones en torno a las fiebres recurrentes, ni el cultivo de la bacteria de la Hidrofobia, ni el aislamiento y cultivo que realicé del virus de la Rabia, ni los estudios con que continué los trabajos de Pasteur... pero de seguro se acordarán, itsudemo, sin importar cuando. Y si acaso no se acuerdan, igual habré cumplido. ¿No es así, Hideyo? ¿No es así, Sabio del Mundo?. Es así, se contesta, y sonríe. Escucha voces lejanas: reconoce la de su colega Young, pero hay alguien más. Alguien. ¿Dare da?, ¿quién está ahí? ¿Madre?, ¿eres tú? Una sombra pequeña y encorvada permanece en silencio frente a él. Madre, tú siempre me decías que fuera agradecido, ¿verdad? Hoy quiero serlo entonces una vez más: domo arigato vida, domo arigato pasión, domo arigato desilusiones, domo arigato ambición, domo arigato seres providenciales ¡tantos!, que me extendieron su mano generosa cuando parecía no haber esperanza, domo arigato camino que recorrí como un rayo en noche de tormenta. Madre, madre... ay, madre mía, no sé por qué en esta hora recuerdo los inmortales versos del Príncipe Otsu, en vísperas de su ejecución: La corneja dorada brilla sobre las cabañas del oeste; los tambores del atardecer retumban en la breve vida. No existen posadas en el camino hacia la tumba. ¿De quién es la morada a donde acudo esta noche?


 

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