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De los Andes al monte Fuji

Crónica de un ascenso a 3.776 msnm

Por Pía Molina

Era la tercera vez que visitaba Japón. Todos mis ahorros del trabajo los gastaría en este viaje, así que lo tenía que aprovechar al máximo. Solicité tres semanas de vacaciones, que considero es la mínima cantidad de tiempo para disfrutar del país nipón.
En esa ocasión, estaba decidida a subir hasta la cumbre del mítico monte Fuji, que está a 3.776 metros de altitud y es el más alto de Japón. A los andinos en general su altura no nos intimida y a los ecuatorianos, en particular, su belleza nos resulta muy atractiva, sobre todo porque nos recuerda en su forma al Cotopaxi.
Durante el año que viví en Japón como estudiante de intercambio (hace 14 años), no pude visitar el monte Fuji; solamente lo vi de lejos cuando visité el templo de Hakone y desde Tokio, parecido a como se ve el Cotopaxi desde Quito.
Volví a Japón por un mes, en 2006, con la idea de visitar el Fuji, pero era invierno y estaba cerrado el acceso al público. Pasaron ocho años y yo seguía soñando con volver. En todo ese tiempo viví muchas experiencias, pero nunca olvidé mi sueño.
Por fin, en septiembre de 2014, un año después de que la Unesco declarara al monte Fuji Patrimonio de la Humanidad y un año después de trabajar en la Dirección de Cultura de la Cancillería ecuatoriana, logré reunir el tiempo y el dinero para viajar a Japón por tercera vez.
Sería un viaje de turismo, muy corto, pero valía la pena: visitaría a mis amigos y familia anfitriona japonesa durante el intercambio (los Nishimura), comería riquísimo como siempre y podría cumplir uno de mis sueños: subir a la cumbre del monte Fuji.
Estaba de visita en el hostal de un amigo japonés en Kamakura, con dos amigos montañistas a quienes conocí gracias a mi amiga Mady: Yoshiko y Masa, quienes me adoptaron como a hija durante ese viaje.
Les hablé sobre mis intenciones de subir al Fuji; ellos se entusiasmaron mucho y me empezaron a explicar cómo llegar por mi propia cuenta y hasta reservaron un lugar en un refugio donde podría echarme a descansar en medio del ascenso.
Takuan, el dueño del hostal, me imprimió las indicaciones con los horarios del transporte (que en Japón son muy exactos) y al día siguiente me lancé a la aventura.
Yoshiko y Masa me prestaron todo el equipo necesario. Era 9 de septiembre y ya quedaban apenas un par de días para tener acceso a la cima del Fuji, por lo que, para mi buena suerte, había poca gente.
Después de un recorrido de casi 5 horas, entre metro, trenes y buses (todos medios de transporte tan bien cuidados que parecen nuevos) llegué a la 5ta. Estación de la ruta Yoshida, que está a 2.300 metros de altitud, una de las más famosas desde donde empezar a subir, porque no resulta difícil para montañistas inexpertos como yo.
Entré a las tiendas del lugar, había de todo: souvenirs, accesorios, ropa de montaña, comida local, oxígeno embotellado, etc. A las tres de la tarde en punto comencé mi recorrido hacia la cima.
La primera parte del camino era ancha y consistía en una leve inclinación de arena ladrillosa, con el bosque del lado derecho. Aunque no era permitido, me adentré unos metros por el bosque para ver de cerca la vegetación, había muchas plantas que yo desconocía y, debido a la humedad, hongos por todos lados. Me sentí feliz.
Tenía un mapa que indicada cada estación (o refugio) por las que iba a pasar y, en la medida en que iba ascendiendo, el camino se hacía más estrecho y más rocoso, mientras el bosque desaparecía. A las siete de la noche llegué al refugio en el que mis amigos habían hecho la reserva, se llamaba Toyokan y estaba situado en la 8va. Estación.
Me acerqué al recepcionista, quien solicitó a uno de los trabajadores del lugar que me explicara dónde podía descansar y cómo utilizar las facilidades. Me habló largo rato. Yo escuchaba atenta sus explicaciones, tratando de captar el significado global de su discurso en japonés. Al final le agradecí y fui a la habitación.
Hay diez estaciones a lo largo del camino, donde se vende todo lo necesario para el aseo personal, para comer y beber, al ir subiendo los productos también se vuelven más costosos, al final una botella de agua termina costando cinco dólares. Yo sabía que los precios iban a ser elevados por ahí, así que subí a cuestas mi agua y mi comida: varios panes de melón, onigiris, bananas y nashis, y algunos dulces.
Le comenté al recepcionista que necesitaba levantarme a la media noche para continuar mi recorrido, como me habían aconsejado mis amigos. Él, al verme sola, trató de disuadirme de emprender tal hazaña, sin embargo estaba decidida a ver el amanecer en la cumbre, en tal caso ese se había convertido en el objetivo de mi ascenso.
Me acosté en una habitación de madera, dividida en cuatro partes, donde estaban dispuestas, en fila, diez bolsas de dormir a cada lado y arriba y abajo. Era una habitación para cuarenta personas, pero no había nadie más. Tomé mi lugar (que tenía una lámpara pequeña y un espacio diminuto para colgar la ropa. Me acosté y no pude dormir; por lo menos descansé. Un poco antes de la media noche me levanté y me alisté para salir. El recepcionista me deseó buena suerte y salí rumbo a la cima.
Tardé cinco horas en llegar. La luna llena iluminó el sendero durante todo el trayecto, entonces no tuve necesidad de utilizar la linterna que llevaba. Fue un camino emocionante y no tan fácil como pensaba. Casi al final, se volvía bastante estrecho, empinado y rocoso. Además, en el último tramo, la fila se hizo extensa de subida y bajada, así que había “tráfico” humano, lo cual hacía lento el ascenso. Sin embargo, fue divertido encontrarme con otras personas, escuchar sus conversaciones y, por la cercanía mientras hacíamos la fila, guarecerme un poco del frío gracias al calor humano. A pesar de que era aún septiembre, hacía bastante frío ahí arriba.
Un poco antes del amanecer, la cima del Fuji estaba repleta de gente; mientras caminaba en la fila no había logrado visualizar la real dimensión de la cantidad de personas, y eso que ya era temporada baja.
Una luz azulada invadía todo a mi alrededor. Me senté a comer la vianda que había subido a mis espaldas, mientras todos tomaban tazas de té caliente y trataban de que sus cuerpos entumidos entraran en calor.
Amanecía poco a poco.
Gracias al buen tiempo pude ver todo lo que se supone que hay que ver en la cima. Primero: la salida del sol, imponente y resplandeciente, llegaba para calentarnos en un cielo totalmente despejado, y con una intensidad mucho más amable que en la cima del volcán Pichincha, en Quito.
Segundo, el mar de nubes o unkai que, como su nombre lo indica, son un cúmulo de nubes parecidas a las que se suele ver en un avión que está muy alto y que le da la impresión a uno de estar arriba del cielo.
Tercero, la sombra del monte Fuji, uno de los espectáculos más emblemáticos que se ve hacia el oeste donde se puede apreciar la icónica forma de triángulo perfecto que proyecta el Fuji, sobre la prefectura de Shizuoka, y que se visualiza cuando uno recorre la mitad del cráter.
Di toda la vuelta al cráter en hora y media, pasé por varias toris con deseos y dinero, un pequeño templo y varias esculturas de kamisamas. Descansé un poco tratando de captar cada detalle de lo que miraba ahí arriba en medio de rocas volcánicas y una vista maravillosa, para no olvidarme nunca de la belleza de este volcán que los japoneses consideran sagrado.
En seguida empecé la bajada, que iba a ser bastante dura. No era el mismo trayecto que recorrí hasta la cima, se trataba de una bajada arenosa y, a veces, bastante resbaladiza. En el camino me encontré con un joven japonés que me había atendido en una de las tiendas que estaban en la 5ta. Estación, desde donde empecé el trayecto. Él había intentado venderme unos dulces en inglés y yo le había replicado en japonés que no tenía dinero. Al advertir que me estaba costando mucho la bajada porque no tenía los palos de montañista que se usan en estos casos, me ofreció los suyos y, al verme, me reconoció y me saludó, así que emprendimos la bajada juntos (casi 4 horas) por lo que practiqué japonés escuchando las historias de su vida.
Fue una bajada muy amena. Al final, recordando que le había dicho que no tenía dinero (porque había llevado lo justo para el transporte) me invitó a comer, con esa amabilidad desinteresada, típicamente japonesa, que no he encontrado en ningún otro lugar.
De postre comimos un pan de melón con la forma del monte Fuji (nunca les falta la creatividad en Japón). Estaba cansada, pero era un cansancio que valía la pena; pensé en que algún día también subiría a la cima del Cotopaxi (aunque eso requiere mucho más entrenamiento porque está a 5.897 msnm). Me despedí de mi nuevo amigo en la fila del bus y regresé lo más pronto que pude a Tokio porque Yoshiko y Masa me esperaban para la cena. Sé que esa no será la última vez que visite Japón.

Los lugares de descanso en la 8va. Estación

Una de las rutas de ascenso a la cumbre del Fuji

En este ascenso llegamos sobre las nubes

La imponente sombra de un la montaña sagrada

Las prácticas religiosas son fundamentales en la cima de una de los más hermosas montañas del mundo

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