Geisha por cuarenta minutos

Por Pía Molina
Antes de comenzar este relato, quisiera mencionar que me impresionó mucho encontrarme la palabra geisha registrada en el diccionario de la lengua española: “geisha, voz ingl., y esta del jap. geisha, de gei 'artes' y sha 'persona'. 1. f. En el Japón, muchacha instruida para la danza, la música y la ceremonia del té, que se contrata para animar ciertas reuniones masculinas”.
Todo empezó cuando Mina Nishimura, la sobrina de mi familia anfitriona en Japón, me dijo que se iba de intercambio a Australia para estudiar inglés, allá por el año 2004. Yo había compartido algunas comidas con ella cuando venía de visita a la casa de sus tíos, en Hirakata, ciudad donde yo vivía y estudiaba; mientras ella estudiaba en Kioto, situada a veinte minutos en tren.
Un día, Mina me invitó a comer y me dijo que tenía que dejar el departamento que alquilaba. Me ofrecí a ayudarla y, al siguiente fin de semana, nos pusimos manos a la obra. Fue una mañana muy productiva; sin muchas complicaciones porque, al estilo minimalista japonés, ella tenía muy pocas cosas. Al medio día, su padre llegó con un camión para llevarse un par de muebles, y eso fue todo.
Una vez terminado el trajín, Mina me comentó que, como despedida, quería vestirse de geisha en Kioto. Obviamente, me pareció un excelente plan y prometí acompañarla. Ella me dijo: “tú también te vas a vestir de geisha, en realidad de maiko san” y sonrió divertida. Me excusé aclarándole que mi estatus de estudiante no me permitía darme esos lujos, cuando supe que la velada costaría 150 dólares por cada una. Mina me replicó diciendo que su papá pagaría por las dos, en agradecimiento por haberla ayudado. Le expliqué que no esperaba ningún pago y solo la ayudé por cariño; pero, me insistió tanto, diciéndome que, como ya se iba, sería un lindo recuerdo y que no iba a ser divertido que ella se vistiera sola de maiko san… hasta que, al final, terminó convenciéndome.
Ese mismo día, en la tarde, llegamos a una tienda que alquilaba kimonos y ofrecía la experiencia de vestirse de geisha por cuarenta minutos. Nuestra cita era a las cuatro de la tarde. Lo primero fue elegir nuestro kimono favorito, en un armario lleno de esas prendas japonesas; yo estaba encantada con las telas de colores, muy suaves al tacto. Mina eligió una azul y yo una de tonalidades rojas. Luego, las señoras de la tienda nos fueron mostrando los distintos accesorios que combinaban con las telas elegidas. El caso es que, para vestir un kimono, se necesita más de una prenda.
Una vez decidido todo (pelo, cartera, getas, vestido interno, telas extras, etc.), empezó el maquillaje y el peinado, que durarían nada más y nada menos que dos largas horas. Los que me conocen saben que no me maquillo mucho y tampoco le pongo tanta atención a mi cabello. Así que, ya se imaginarán lo que significaron para mí esos 120 minutos de preparación. Sin embargo, tenía mucha curiosidad del resultado, así que colaboré en todo.
La primera fase fue cubrir la cara y el cuello con una pintura blanca, muy característica de las geishas. En ese momento, frente al espejo, me sentí fantasmal. Poco a poco, la maquillista fue marcando mis facciones. Lo primero que dibujó fueron unas cejas rectas más arriba de las mías; me resultó muy curioso que mis abundantes cejas hayan quedado totalmente escondidas detrás de la capa de maquillaje blanco.
Después siguió delinear los ojos con distintos lápices, unos negros y otros rojos, lo que le dio profundidad a mi mirada. También me pareció interesante que no se fijara mucho en las pestañas. De hecho, las mías quedaron tal cual son: principalmente rectas, con tendencia hacia abajo. A continuación, siguió el labial rojo, que la maquillista me lo aplicaba con mucha concentración, marcando primero la forma de la boca. En todo eso se fue casi una hora, para pasar luego al peinado, que duró otros cuarenta minutos. Me colocaron, con mucho cuidado y precisión, un pelo falso – idéntico al mío y con forma previa–, para rematar con un tocado de flores de plástico que parecían de verdad. Por último, nos pusieron todas las prendas que componen un kimono de geisha en, aproximadamente, veinte minutos más. Yo estaba fascinada. Fue como transportarme al Japón antiguo. Me dio ganas de emular a las geishas de verdad que cantan y tocan shamisen, o sirven té verde con mucha gracia. Después siguió una sesión de fotos: una individual y otra con Mina, también vestida de geisha, la cual duraría otros quince minutos para, finalmente, irnos a caminar por el barrio. Todas esas actividades estaban incluidas en el paquete de 150 dólares. Las dependientas nos marcaron, en un mapa, el camino a seguir que era, básicamente, una vuelta a la manzana. En la sesión de fotos estábamos descalzas, pero para salir a caminar teníamos que ponernos getas, que son las zapatillas tradicionales japonesas de madera, tipo zapato sueco –en el Japón antiguo eran utilizadas por hombres y mujeres; las de las geishas son un poco más altas que las del resto–. No suelo usar tacones así que fue todo un desafío para mí. Cuando me las coloqué pensé: “tengo que lograrlo” y, con ese ánimo, emprendimos la vuelta a la manzana más larga de mi vida.
En el cielo se veían los últimos rayos de sol. Como era principios de otoño, aún no hacía tanto frío y, aunque el clima estaba muy agradable, a la primera cuadra ya empecé a sudar. Tenía que concentrarme muchísimo para no caerme; de hecho, hasta nos explicaron qué hacer en esos casos. En un momento tambaleé, pero con Mina caminando al lado mío, supe cómo sortear ese percance.
No había mucha gente en la calle. Así vestidas llamábamos la atención de los pocos transeúntes que circulaban a esa hora. Cuando llegamos a la segunda esquina, había un puente y un parque. En ese corto trayecto, disfruté de la arquitectura del tradicional barrio de Gion, con sus templos y casas de madera. Una familia nos observó a lo lejos y se acercó para tomarse fotos con nosotras. Mina socializaba con la gente que pensaba que éramos geishas de verdad, porque no es raro en Kioto verlas caminando por ahí –aunque cada vez hay menos–, mientras les explicaba que solo nos habíamos disfrazado. De todas maneras, yo no abría la boca para no decepcionarlos y me limité a sonreír para la foto y agradecer. Más adelante, pasó un señor que se acercó a decirnos algo, Mina me comentó después que había solicitado nuestros servicios y ella tuvo que aclararle que no éramos geishas de verdad. Me pareció muy divertido que, aparentemente, no se diera cuenta de que yo era extranjera.
Aquí vale una aclaración. Dentro del mundo de las geishas (que aún existen y viven igual que hace varios siglos), su educación pasa por diferentes momentos y a las principiantes se las llama maiko san, es decir, aprendiz de geisha. La diferencia entre una y otra está en los colores que usan para vestir, los adornos y el maquillaje. Mientras las geishas se pintan los dos labios, las maiko san solamente se maquillan el labio inferior. Asimismo, Las geishas lucen adornos sobrios en la cabeza y el traje, mientras las maiko san se llenan de flores colgantes y colores vivos, aunque siempre según la estación del año. Para los que saben estas diferencias, nuestros dos labios pintados y las flores en la cabeza nos delataban como falsas geishas.
Al terminar de dar toda la vuelta, me dolían mucho los pies, así que lo primero que hice fue descalzarme. Agradecimos a las señoras y, después de entregarnos las fotos en un sobre, procedieron a ayudarnos con el cambio de ropa. Esto fue mucho más rápido. Yo tenía ganas de quedarme con el maquillaje, pero sabía que iba a quedar muy mal sin el kimono, así que desistí y me desmaquillé con un líquido muy potente que nos dieron.
Al reflexionar sobre esta vivencia, me di cuenta de que el concepto de diversión varía de persona a persona, es un gusto individual. Pero también, varía entre las distintas culturas. En Japón, la gente no suele salir a bailar como normalmente lo hacemos los latinos, pero sí a cantar en el karaoke, por ejemplo. Tampoco celebran sus cumpleaños con una multitud de personas y mordiendo un pastel, ni organizan grandes fiestas para despedirse de los amigos. En esta ocasión, Mina quiso celebrar su despedida vistiéndose de geisha conmigo.
Fue una experiencia casi surreal. Ser geisha (o maiko san) por cuarenta minutos en Kioto es uno de los recuerdos más divertidos que guardo de mi vida en Japón, gracias a mi amiga Mina. Me sentí tan cómoda que pienso que tal vez fui geisha en una vida pasada, quien sabe.

La preparación de las maiko san está lista

Una hermosa caminata por el barrio de Gion

Ese mismo día, en la tarde, llegamos a una tienda que alquilaba kimonos y ofrecía la experiencia de vestirse de geisha por cuarenta minutos.